Cajera

“Aún siento que en cualquier momento me puedo contagiar”
Por Erick S. González

Nubia Guerrero trabaja en la panadería La Greta, en la única caja del local. El establecimiento tiene toda una vida en Catia, una de las urbanizaciones más populares y populosas del oeste de Caracas. A simple vista hay unos cuantos productos básicos: pan, dulces, charcutería y gaseosas. Curiosamente nunca cerró. Ni por golpes de Estado ni durante la pandemia del COVID-19.

Guerrero labora desde allí desde hace cinco años. El día de la entrevista, realizada en septiembre de 2021, iba de camisa blanca y pantalón de jean. Algunos collares de encaje, dos pulseras doradas. En sus uñas, el esmalte parece estar recién puesto. No había ni un hilo fuera de su lugar. Usaba un tapaboca de tela negro. Su cabello negro azabache estaba atado con una disimulada cola de caballo.

 

A Nubia Guerrero le es fácil recordar dónde estuvo cuando decretaron la cuarentena por el COVID-19, el viernes 13 de marzo de 2020. Ese día no solo se enteró sobre las restricciones de la pandemia; fue también el nacimiento de su primer nieto.

“Cuando iba al hospital a ver al bebé, me enteré en la calle de la cuarentena. Pensé: ¿será que me dejarán pasar a ver a mi nieto? Ya me habían dicho que si el virus llegaba al país todo se iba a poner más difícil. Y así fue”, relata la mujer de 49 años .

Recuerda que cuando llegó al hospital José Gregorio Hernández, conocido como el Hospital de los Magallanes (que recibe su nombre por estar en la entrada del sector popular), apenas la dejaron pasar a ver a su hija.

“En ese momento no sabíamos nada, ni cómo ese coronavirus nos iba a afectar en el día a día. Mi nieto nació sano y sin problemas. Pero, luego de que le dieran de alta en el hospital, no lo pude visitar por más de dos semanas; porque la cuarentena comenzó y todos nos encerramos en la casa. Todos, menos yo y mi esposo”, agrega.

A través de la ventanilla

Nubia no es solo la cajera de la panadería, también es la encargada del lugar. Así que faltar al trabajo no estaba en los planes de protección dentro de su hogar. En su casa las reglas eran estrictas. Ella misma las escribió para tratar de impedir el contacto del virus dentro de su familia.

 

Al principio de la cuarentena, entre marzo y julio de 2020, cada vez que Nubia llegaba de la panadería se quitaba los zapatos, la camisa, los guantes y el tapabocas en la entrada de su casa. No tenía un pasillo privado que le permitiera despojarse de su vestimenta con tranquilidad. Al contrario, era básicamente en la calle.

“Me quitaba todo en la puerta, entraba casi en ropa interior. Tenía miedo de que el virus se me quedara pegado en la ropa. Es increíble; hace unos meses pensábamos que cualquier contacto con la calle era tóxico. Dejé de abrazar a mis hijas y a mi nieto recién nacido. Perdía poco a poco el contacto con mi familia”, señala.

Como si entrara a una ducha de descontaminación, la rutina de Nubia era exacta. Precisa. Constante. Se manejaba como un militar. La razón: poder visitar, al menos una vez cada 8 días, a su nieto.

“Desde el día uno comenzamos con las restricciones en la casa. Evitaba visitar a mi hija, para no tener contacto. Solo entraba a la casa la persona que la cuidaba, porque acababa de dar a luz y yo no podía ayudarla. Fue difícil no querer cargar a mi propio nieto, en esos primeros días. Pero, como tenía que ir a la panadería, ¿cómo hacía?, ese es mi sustento”, agrega.

En La Greta también había leyes claras: a los clientes se les atendía desde las afueras del local, a través de una ventanilla de hierro. Debían de hacer cola, con distancia de un metro entre cada persona. Nadie podía estar sin guantes ni tapabocas dentro del local. Pero el contacto con los clientes es muy difícil de evitar, sobre todo, al momento del pago.


Un acto tan sencillo como pasar una tarjeta de débito, era cuidadosamente medido.

“Cuando nos daban las tarjetas teníamos que rociarnos antibacterial, no me quitaba los guantes. El calor, la presión. En cualquier momento me podía contagiar”.

Para Nubia contagiarse y pasar la enfermedad a sus hijas era aterrador.

“Simplemente todo era más peligroso los primeros días. El miedo siempre estaba presente. Era horrible estar a merced del virus”, sostuvo.

Catia es una de las pocas zonas de Caracas donde la afluencia de personas no mermó completamente. Si bien, las primeras dos semanas, la cuarentena radical obligó a cientos de habitantes a permanecer encerrados, miles tenían que salir a trabajar, como Nubia.

Necesitaba terapia

Nubia no estaba triste sino preocupada. Asegura que ella no necesitaba una terapia psicológica, pero su hija sí, porque el encierro afectó su desempeño escolar.

“Hubo un momento que me dijo: mamá no quiero estudiar más, no entiendo nada; no me puedo concentrar. Eso me dolió mucho. Al instante busqué ayuda con las maestras y un psicólogo que la comenzó a tratar para ver qué le pasaba”, relata.

La terapeuta le recomendó a Nubia que se llenara de paciencia y mantuviera a su hija activa con actividades o pasatiempos.

“Ella comenzó después a ver cursos de dibujo. Inició un negocio por Instagram de creación de arreglos con cartulina. Ya tiene unos cuantos meses; de verdad que ayudó mucho a no sentirse encerrada y sola, por no tener contacto con la gente”.

Volver a viajar

La preocupación por la pandemia del COVID-19 aún está presente en ella. Las restricciones de movilidad, sumada al aumento de los costos de la gasolina en el país, imposibilitan su hobby: viajar.

 

Quisiera volver a recorrer los caminos junto a sus hijas y su pareja, pero el COVID-19 no solo puso en pausa los planes durante los meses de restricciones.

“Me gusta mucho viajar. Pero con los problemas de la gasolina ¿cómo se hace?”, se pregunta, mientras intenta mantener una rutina. “Tal vez el cambio más positivo fue que mi familia se unió en estos momentos tan oscuros. La convivencia fue dura, no lo niego, pero ahora estamos más cerca”, dice.

A tres meses de iniciada la pandemia, uno de sus familiares enfermó de COVID-19. La enfermedad fue implacable. “Fue muy duro. Comprar los tratamientos, el oxígeno, los gastos”,  pero entre todos los familiares costearon los gastos. Siendo enfermera, no tenían un seguro médico que los respaldara.

 

Nubia sigue en La Greta. Va todos los días para cumplir con su trabajo. Agradece que aún puede asistir, mantener a su hija, ayudar a su familia, pero no quiere sumarse a las cifras de contagiados. “Aún tengo miedo y preocupación por lo que pase, pero sigo en La Greta. Es curioso, nunca cerramos, ni un solo día”.