Enfermera

A Paula la rondaban en sueños los muertos por COVID-19
Por Albany Andara

Paula nunca fue el psicólogo. Lloró mucho.

Lloró sobre la mesa de su casa, en la almohada y también mientras hacía el té que tomó cada noche, desde 2020, para poder dormir. En junio de 2021, el ambiente en el hospital caraqueño Domingo Luciani se volvió fúnebre y ella quiso salir corriendo y no volver más. Pero se quedó, llorando a escondidas para no alarmar a nadie, porque el déficit de enfermeras era el más alto en décadas y se sentía culpable de abandonar el lugar cuando más la necesitaban.

Siguió trabajando, al este de la capital de Venezuela, con una mezcla de miedo e incertidumbre en la boca del estómago y ninguna garantía de que no se contagiaría de COVID-19 en un centro público, donde los insumos de bioseguridad escaseaban o no llegaban a tiempo.

Según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), las personas que pueden presentar un mayor nivel de estrés y de afecciones psicológicas durante una crisis incluyen a aquellas que están ayudando con la respuesta a la pandemia, como los médicos y otros proveedores de atención sanitaria.

Las enfermeras venezolanas atendieron a miles de enfermos en menos de dos años, vieron morir a cientos.

Jueves Santo

Ese Jueves Santo de 2021 murieron siete personas, antes de las 4:00 p.m. Se asfixiaron silenciosamente en la sala de terapia intensiva (UCI). Paula fue la primera en notarlo. Se acercó a tres pacientes que ocupaban las camas a su espalda. “¡Mira! Estos fallecieron”, murmuró sorprendida a las otras cuatro enfermeras de guardia. Llevaba solo unas horas en el lugar y no podía oler nada: los dos cubrebocas, apretados contra su rostro, servían de barrera entre su nariz y el mundo exterior.

 

Paula no se terminaba de acostumbrar al traje de protección que vestía. Sentía la humedad del sudor entre las orejas y veía ligeramente borroso a través de la pantalla facial de plástico. Se obligó a concentrarse y pidió que avisaran al doctor de guardia sobre las últimas muertes.

 

Poco después, se ahogaron otras dos personas. Paula también lo notó antes que las demás. Cubrió por completo a uno con una manta del hospital, con cuidado. Su compañera, Rebeca*, intentó estabilizar al segundo, pero sin resultados.

“La vieja decía que las almas de los que mueren se quedan rondando sus cuerpos durante un rato”, dijo Mariela*, otra enfermera.

Rebeca le susurró que cerrara la boca y se dedicara a lo suyo. Mariela refunfuñó, ofendida, y Paula no pudo evitar pasear la vista por la sala de terapia intensiva, como si esperara ver un fantasma flotando al lado de una de las camillas. Entornó los ojos antes de continuar con su trabajo.

 

En las siguientes tres horas, dos mujeres dejaron de respirar. Era jueves santo. 1 de abril de 2021 en Venezuela.

 

Cuando salió de la guardia, Paula pensó en que había visto morir a mucha gente a lo largo de su carrera. Pero jamás tan seguido y tan deprisa. El día cerró con 25 fallecidos por coronavirus solo en el hospital Domingo Luciani de El Llanito, en Caracas, aunque el ministro de Comunicación e Información de Nicolás Maduro, Freddy Ñáñez, informó que se contabilizaban 13 decesos en todo el país y una suma total de 161.751 casos confirmados.

 

Esa noche, de vuelta en casa, Paula soñó con los siete muertos de la sala de terapia intensiva. Soñó que se levantaban de sus camillas y salían caminando al pasillo, entonces tenía que perseguirlos porque todos ellos iban infectados con COVID-19 y podían contagiar a alguien más. Se despertó antes de lograr alcanzarlos. Se dijo a sí misma que si volvía a tener el mismo sueño, llamaría a un psicólogo. Pero no ocurrió de nuevo y rápidamente ella lo olvidó.

 

Tomaba manzanilla en las noches para relajarse, pero la opresión en el pecho y las puntadas en su cabeza no cesaban hasta entrada la madrugada. Oía llorar a varias personas a diario. Hermanos, padres, esposas, hijos y maridos, que se apretaban las manos y sollozaban alto y claro. Las familias de los que se fueron. El recuerdo de ese llanto a veces era un eco lejano que le impedía cerrar los ojos hasta que la fatiga le ganaba la partida y caía en un sueño inquieto.

 

También existía una única pregunta recurrente. Le quitaba el apetito y le provocaba arcadas: ¿cuánto faltaría para que ella fuese la siguiente contagiada? La interrogante rondaba su cabeza como una broma cruel y la instaba a llorar cuando menos lo esperaba.

 

La Organización Panamericana de la Salud (OPS) reportó el contagio de 1.678 miembros del personal sanitario y el deceso de 121 en el territorio venezolano, desde inicios de la pandemia hasta el 8 de febrero de 2021.

 

Para abril, murieron al menos 86 médicos y enfermeras en Venezuela, de acuerdo con registros de Efecto Cocuyo. Según este monitoreo, en total fallecieron 440 trabajadores de la salud en Venezuela desde marzo de 2020 hasta abril de 2021, cifras no reconocidas por el gobierno de Nicolás Maduro.

Esconderse y llorar

Los hospitales centinela son los centros médicos que el Ministerio para la Salud de Venezuela habilitó desde 2020 para atender a los pacientes contagiados por coronavirus. El hospital Domingo Luciani, construido en lo alto de la avenida Río de Janeiro, en la urbanización El Llanito del este capitalino, es uno de estos lugares designados en Caracas.

 

No hay servicio de psicología ahí. Solo psiquiatría está en funcionamiento, pero ninguna enfermera se acerca al lugar. El servicio de COVID-19 del Luciani abarca toda el ala B, desde el piso 3 hasta el piso 7. Paula recorrió varias veces las mismas plantas durante año y medio.

 

De acuerdo con la fundación española Index, el personal de enfermería ha sido el grupo sanitario que más se ha visto expuesto física y psicológicamente durante la pandemia.

 

Hasta ahora, más allá de las iniciativas gratuitas de la Federación de Psicólogos de Venezuela (FPV) y otras organizaciones como Psicólogos sin Fronteras, no hay servicio psicológico especial para enfermeros y doctores. El Estado no provee acompañamiento psicológico al personal de primera línea afectado por los estragos del coronavirus. Los hospitales tampoco suelen prestar este tipo de asistencia. Los datos del monitoreo realizado por Efecto Cocuyo en 2020 arrojan que el 83,34% de los hospitales del país no tienen servicios de atención psicológica ni psiquiátrica.

 

En el Domingo Luciani, no hubo más que una propuesta de un psicólogo español que fue presentada por uno de los médicos a mediados de 2020.

 

Debido a la distancia obligatoria y a la cuarentena, los servicios psicológicos suelen prestarse de forma remota en tiempos de pandemia. El informe del Programa de Psicólogos Voluntarios de la FPV arrojó que el 39% de las consultas de 2020 se realizaron vía WhatsApp mientras que un 45% fue por telefonía móvil. 

“Ahora no hay servicio psicológico. De psiquiatría sí, pero no psicológico. Nadie va a psiquiatría. Para tranquilizar los ánimos, los jueves en el hospital se hacen tardes de cine. Ahí van enfermeras y doctores. Un doctor no se pierde esos días nunca y me da risa. Eso no es terapia. Es un pañito mojado. Hay gente que necesita ayuda en serio. Tú estás preparada para ver morir gente, pero no tanta gente de golpe. Y eso tienes que hablarlo, lo hablamos entre nosotras y se nos aguan los ojos en los vestuarios”, dijo Paula.

Alguna vez buscó en Internet a un par de psicólogos privados, pero los precios la hicieron desistir. Su sueldo de 3,5 dólares mensuales (aproximadamente 16,75 bolívares al cambio) no le alcanzaba ni para una sola cita.

Medidas desesperadas

Mariela dejó de contar las historias de su abuela cuando su mamá enfermó de COVID-19 y fue internada en el Domingo Luciani, en mayo de 2021. No salió más del sitio. Se convirtió en una enfermera de guardia permanente, sin que sus compañeros pudiesen convencerla de ir a casa a descansar.

 

A mediados de mes, a la madre de Mariela la dejaron en terapia intensiva y su hija la persiguió hasta allí. Aprovechó para ayudar en el área, porque la falta de enfermeros era evidente. Según la ONG Monitor Salud, en 2021 estarían asistiendo a los centros de salud entre el 22 y el 25% de los trabajadores.

 

El último viernes de mayo, Paula la encontró en el suelo de los vestuarios, sin aire.

 

En el Domingo Luciani, y en general en el resto de los hospitales de la ciudad, se prohibieron estrictamente y sin excepción todas las maniobras de reanimación cardiopulmonar desde marzo de 2020. La causa era simple de entender: si el desmayado portaba el coronavirus, el operador de la reanimación resultaría contagiado inevitablemente. Sin embargo, sus colegas hicieron caso omiso de la recomendación e intentaron revivirla.

 

Mariela logró mantenerse viva unos días más, pero  el miércoles siguiente le quitaron la máscara de oxígeno, cuando ya no había nada por hacer. Después de que cremaron a Mariela, Paula se sumergió en una burbuja y dejó de visitar a su familia en Caracas. No quiso abrazar a su hijo por semanas enteras, porque el miedo se convirtió en una carga pesada. Pensaba en su propia muerte como algo ya no tan lejano. Todas las jornadas tomaba su temperatura y se convencía de que estaba exagerando. Pero luego recordaba los cinco días que Mariela tardó en ahogarse y miraba el termómetro con ansiedad.

 

Ni el té la hizo dormir. Transcurrieron varios meses, hasta que el luto acabó en septiembre.

“Héroes” expuestos

Hasta el 31 de diciembre de 2021, Efecto Cocuyo contabilizó 815 decesos de personal sanitario desde que empezó la pandemia. Igualmente, al cerrar el año, autoridades del gobierno de Nicolás Maduro notificaron que Venezuela alcanzó el número de 444.635 personas infectadas desde marzo de 2020.

 

Paula piensa que, aunque las personas en redes sociales lo celebren como heroísmo, la verdad es que ningún médico o enfermera quiere ser un héroe a costa de su propia vida.

 

No ha pensado más en ir al psicólogo, aunque su falta de sueño la inquieta. Ocupa su atención de otras formas.

“Juego con mi niño y hago tortas. El problema es que una está tan ocupada que poco tiempo libre tienes para hacer otra cosa que trabajar, comprar comida y eso”, comentó.

No está en la UCI, pero sus compañeros siguen contándole sobre las tristes muertes y otras historias insólitas, en un ejercicio de drenaje que ella se ve incapaz de frenar por empatía.

 

Paula se pregunta cuándo será el momento en que olvidará los llantos de los familiares y los cuentos de fantasmas de Mariela. Lloró tanto, que cree que se le acabaron las lágrimas. Pero luego vuelve al hospital y se da cuenta de que aún le quedan muchas más por derramar.

 

*Los nombres de los entrevistados fueron cambiados para resguardar su  identidad.