Sepulturero

Un educador con maestría en antropología que trabaja como celador y enterrador
Por Reynaldo Mozo Zambrano

El sepulturero que le rezó a los fallecidos por COVID-19.
Darling Gil reza frente a una tumba recién cavada. Tiene 34 años de edad, una maestría en antropología social, una licenciatura en educación y un posgrado en investigación educativa. Pero, desde hace dos años trabaja como celador y sepulturero en el cementerio municipal de El Sombrero, un pueblo ubicado a las orillas del río Guárico a 191 kilómetros de Caracas.

Estaba solo en aquella planicie silenciosa y hacinada de lápidas grises y pocos árboles con más ramas secas que follaje.

No es sacerdote, pero sí un católico practicante. Desde el inicio de la pandemia, Gil ha enterrado al menos a 100 vecinos y conocidos, que fueron diagnosticados con COVID-19 o casos sospechosos de la enfermedad, en El Sombrero, estado Guárico.

 

El Sombrero es una localidad de calles anchas y coloridas casas que fue fundado en 1720; como muchos pueblos llaneros los vecinos hacen vida en la plaza Bolívar, que está rodeada de frondosos árboles y de los principales poderes municipales: la alcaldía, un comando de la policía y la iglesia.

 

Antes de ser el vigía del camposanto Julián Mellado, el principal de los dos que hay en la capital del municipio, Gil trabajaba en la vecina ciudad de Calabozo como educador. Daba clases como profesor integral. Pero, la baja remuneración lo obligó a devolverse a El Sombrero, donde laboraba en el área administrativa de la alcaldía de la localidad.

 

Pese al cambio de trabajo, los ingresos eran insuficientes para mantener a su familia. Por tercera vez, en dos años, comenzó un nuevo oficio: ahora dejó sus títulos colgados y llegó al cementerio de El Sombrero.

Gil no tenía experiencia como celador. El poco conocimiento del oficio provenía de su tío paterno, que por más de 40 años fue sepulturero en El Sombrero.

“Siempre tuve esa curiosidad del trabajo en el cementerio. Es generacional”, dijo Gil.

Darling gana hasta 200 dólares por un sepelio. Ese dinero lo comparte con dos de sus ayudantes; la paga es un contraste importante a su salario como educador, que está por debajo de los tres dólares al mes.

 

Gil era un escéptico al inicio de la pandemia. Incluso, dudó de que el ritmo de trabajo que traía fuera a sufrir un cambio importante. Pero, cuando la mortalidad de la enfermedad comenzó a materializarse, entendió que no sería un año fácil en el camposanto. En ocasiones, le tocó enterrar hasta a tres vecinos en un día, en una población de alrededor de 25.000 habitantes. Las jornadas se podían extender hasta la medianoche.

Sepultar a los vecinos

Cuando Gil empezó a trabajar en el cementerio sabía que en algún momento le tocaría sepultar a allegados. Es el ciclo de la vida y parte de su trabajo. El duelo es un proceso de adaptación emocional y Gil no escapó de esa vivencia.

 

La muerte de Ligia Carrillo, su amiga cercana, que falleció a causa del COVID-19 en abril de 2021 en Valencia, lo consternó; igual ocurrió con los lugareños de El Sombrero, hasta donde llevaron sus cenizas.

“Ella era una dama. Fue una mujer que desarrolló su vida en muchos ámbitos sociales de El Sombrero, perteneció a grupos y fundaciones de la zona. Era una mujer muy de la iglesia, muy colaboradora con todo el pueblo. Quien acudía a ella, Ligia le daba respuesta”, dijo el antropólogo

La muerte de Ligia lo marcó. Lo dejó con miedo, incertidumbre y preocupación por la enfermedad. Se preguntaba cómo costearía los gastos clínicos si llegara a contagiarse. Temía contraer el COVID-19, también le inquietaba su esposa.

“¿Qué quedará para nosotros que solo podemos ir a un hospital?”, se preguntaba en la misma medida que aumentaban las cifras y los fallecimientos. “Hubo un caso en el que el lunes sepultamos a la señora y el miércoles a su hijo. Hicimos ese entierro, había tres hospitalizados de la misma familia”, recordó.

Datos de la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi) 2021 revelan que 99% de la población del municipio Mellado vive en la pobreza, mientras que el 72% se encuentra por debajo de la línea de la pobreza extrema.

 

El Sombrero cuenta con dos hospitales, un Centro de Diagnóstico Integral (CDI) y dos ambulatorios, para cubrir a más de 25.000 pobladores.

 

El mismo estudio establece que 6,4% de la población consultada en el municipio Julián Mellado de Guárico necesitó ser atendida en algún centro de salud. Este mismo 6,4% reportó que tuvo que acudir a centros médicos privados para atender sus patologías.

 

El fallecimiento de su vecino Frank García y su esposa fue otro suceso amargo por el que pasó el celador. Gil estuvo presente durante todo el proceso de sepultura de sus vecinos del pueblo. “Yo soy una persona fuerte para asumir los duelos; me afectan, pero me levanto rápido”, agregó.

 

En este ambiente, donde el llanto retumba, no basta con solo ponerse una coraza. Los recurrentes pensamientos y miedos de Gil lo hacían pasar noches en vela. La pandemia y el incremento de su ritmo de trabajo alteraron sus horas de descanso. Había días en los que Gil se dormía pasadas las 2:00 a.m.

 

Los clamores y quejas de las familias que no podían despedir a sus muertos afectaron a Gil. Vivía en un luto constante. “Esa situación me deprimió”, contó el hombre, quien además lleva el área administrativa del camposanto, ero en ninguno de los cincos centros médicos de El Sombrero funciona algún servicio para la atención a la salud mental.

 

Debido a las restricciones de la cuarentena del COVID-19, Darling Gil no pudo ir a ninguno los dos hospitales que prestan servicios de atención psicológica en el estado Guárico, según se verificó en monitoreo realizado por Efecto Cocuyo a los centros de salud en la entidad. Más de 100 kilómetros separan a El Sombrero de los centros de salud Hospital José F. Torrealba, ubicado en Altagracia de Orituco (municipio Monagas), y el Hospital Rafael Zamora, localizado en Valle de la Pascua (municipio Leonardo Infante). Gil no podía pagar el viaje de cada semana para ser atendido por un psicólogo.

Pandemia como algo pasajero

Los archivos tras la muerte de personas con COVID-19 o con sospechas de la enfermedad están bajo la supervisión de Gil. En 100 actas de defunción, al menos 30 confirman el fallecimiento por la enfermedad y el resto de las causas de los decesos dicen “neumonía contraída en la comunidad”.

 

El hombre está seguro de que son personas que contrajeron COVID-19 y fueron sepultados con los mismos protocolos de bioseguridad. Las autoridades solo han reconocido 15 fallecidos por COVID-19 en el estado Guárico en el año 2020 y otros 35 en 2021.

 

A pesar de que el número de muertes continuaba su acelerado ascenso, muchos habitantes de El Sombrero parecían no adaptarse a las nuevas normas para evitar el avance de la pandemia. “Lo hemos visto como algo pasajero”, explicó Gil.

 

Pasaron seis meses entre el anuncio del primer caso en Venezuela y la llegada del virus a El Sombrero.

 

Como muchos no creían en lo letal que puede ser el coronavirus, en la entidad llanera se seguían celebrando fiestas, toros coleados y eventos públicos. Las consecuencias se vieron después en los hospitales y en el cementerio.

“Aquí hay sitios amplios donde han recibido gran cantidad de personas, yo me he puesto furioso y digo: este fin de semana hay un poco de muertos porque la gente no para”, añadió.

Gil sigue trabajando en el cementerio de El Sombrero. Desde que inició la pandemia él, junto a los otros trabajadores, llevaron a cabo sus labores sin el equipo de bioseguridad que exige el protocolo para sepultar a las personas que han muerto a causa del COVID-19. Según los protocolos que tiene la Organización Panamericana de la Salud (OPS), para el entierro y preparación funeraria de los cadáveres, es necesario que los sepultureros utilicen el Equipo de Protección Personal (EPP).

 

Esto significa guantes, máscaras y protección ocular. La organización señala que las bolsas de los cadáveres vacías deben desecharse como residuos infecciosos y no recomienda el embalsamiento.

 

Aunque en múltiples ocasiones acudió a los entes encargados de velar por la seguridad de los trabajadores del camposanto, los sepultureros han enterrado a sus vecinos sombrereños con las mínimas medidas y sin el cumplimento total del protocolo por falta de recursos.

 

Gil siempre tiene alcohol o gel antibacterial para él y los hombres que le ayudan en los sepelios. No deja de recordarles que usen el tapabocas. Pese a la preocupación que le genera la enfermedad, no deja de realizar su trabajo.

“Tengo dos años trabajando con los sepultureros. La gente usó tapabocas los primeros días de la pandemia, pero luego decían que les asfixiaba. Ya hay mucha gente que se adaptó a eso, pero la mayoría no los usa”, lamentó el celador.

Novenarios

Como todo llanero es un hombre de habla pausada, también reflexivo y atento. Participaba en los novenarios a los difuntos en El Sombrero, ceremonias que fueron suspendidas con la llegada de la pandemia, sobre todo, en los primeros meses.

 

En muchos pueblos venezolanos se acostumbra a hacer los velatorios en la casa del finado; tradición que se ha dejado de practicar para frenar contagios de COVID-19.

 

Con precarias medidas de bioseguridad, Gil daba el último adiós a los difuntos en los días que ni la familia tenía permitido estar durante los entierros y los sacerdotes evitaban los funerales por miedo a contagiarse.

 

A Gil nunca le dio COVID-19 y sigue siendo la última persona en despedir a los difuntos. Su fórmula se repite una y otra vez, echa mano de la oración que lo reconcilia con el momento y encomienda a la persona a un viaje sin contratiempos. Así, muy quedamente, ora: «Dale, Señor el descanso eterno. Brille para él la luz perpetua.  Descanse en paz.»